La equiparación propuesta por esa realidad criminógena que es la UE (consolidada como una reorganización de arriba a abajo de la relación de fuerzas establecida tras la caída del Muro de Berlín) entre símbolos nazis y símbolos comunistas es una auténtica locura: los símbolos comunistas son también, y no poco, aquellos con los que millones de mujeres y hombres en Europa se han identificado en su sacrosanta reivindicación de derechos y dignidad, trabajo y emancipación. Prohibirlos no significa tanto distanciarse de Pol Pot (indefendible y, en todo caso, no puesto como modelo por nadie en Europa), sino que equivale, si acaso, a un imperativo categórico que suena así: pueblos dominados de toda Europa, ¡no volváis a intentarlo! ¡No os atreváis nunca más a desafiar la explotación capitalista! ¡Nunca más oséis imaginar una sociedad que no sea la del totalitarismo del libre mercado! Resistid con espíritu de resistencia y adaptaos a la civilización de mercado, ¡el único mundo decente, si no el único posible! El mensaje ideológico de los heraldos de la globalización neoliberal recita que cualquier intento de éxodo del capitalismo está destinado a reproducir las tragedias de Pol Pot: y que, por tanto, es necesario reconciliarse, con euforia exultante o resignación desencantada, con la jaula de acero del tecno-capitalismo sin fronteras. Ideología en estado puro, la cual hay que etiquetar bajo el epígrafe de «no hay teorema alternativo»: lo que Fisher calificó acertadamente de «realismo capitalista». Por no hablar de que, en lo que a violencia asesina y genocida se refiere, el liberalismo no tiene nada que envidiar a los totalitarismos rojo y negro, como bien demostró Domenico Losurdo en «Contrahistoria del liberalismo»: deportación de esclavos de África y colonialismo, exterminio de los nativos de América y bombas atómicas, “casas de trabajo” y racismo. La verdad es que el liberalismo no debería permitirse erigirse en juez universal de la historia, como hace habitualmente: debería sentarse en el banquillo de los acusados por los crímenes que ha cometido y sigue cometiendo en todo el mundo gracias a su concepción de la libertad como «libertad de mercado» (en cuyo altar no puede sacrificarse ninguna vida). Además, hoy en Europa sólo hay un totalitarismo, el del fanatismo del libre mercado desregulado, del que derivan todas nuestras tragedias actuales, que con Hegel podríamos calificar con razón de «tragedias en lo ético». La convención fabuladora que repite que debemos resignarnos a vivir eternamente en el sistema capitalista desde que el comunismo del siglo XX fracasó y cayó sin gloria (Berlín, 1989) se parece bastante a la conducta de aquel médico que diría a su paciente que se resigne a vivir con la enfermedad porque la cura no ha producido los resultados deseados. Incluso Norberto Bobbio, un pensador liberal que ciertamente no podría adscribirse a la galaxia comunista, lo admitió: el comunismo ha caído sin gloria, pero permanecen todas las contradicciones contra las que había surgido legítimamente como un intento de los grupos dominados de reclamar su emancipación del sistema de explotación modestamente llamado libertad de mercado. Por tanto, no lamentamos en absoluto el pasado, pero menos aún estamos dispuestos a aceptar el presente plenamente alienado como un eterno horizonte ideal.
Traducción de Carlos Blanco